jueves, 29 de enero de 2009

Justicia

La rabia me había hecho plantearme una demanda judicial contra la empresa que me había tenido más de doce años encadenando contratos de obra, con el pertinente período preciso en el paro, circunstancia que podría impedir en último término que se considerara un encadenamiento de contratos fraudulento. Había consultado a abogados de sindicatos, que eran escépticos al respecto. Sin embargo, no me había rendido.
Consulté a un bufete de abogados laboralistas de prestigio, que me dieron esperanzas, considerando mi absurdo caso, trece años y sin contratación en plantilla, más que defendible ante el juez. Bien, me dije, adelante. Es moralmente un deber para mí: luchar hasta el final. Se me presupuestó una cantidad posiblemente abusiva, pero en principio no me importó. Si ellos están seguros, si tienen capacidades y sobre todo, como era el caso, conocen al enemigo, todo esto no podía salir demasiado mal. Hablamos un par de veces, nos intercambiamos correos varios. Cada vez estaba más decidida y más segura. Casi ya lanzada, las últimas gestiones por mi parte fueron naturalmente, además de intentar ajustar el presupuesto, presentar al bufete un dossier de casi 100 páginas de pruebas, correos, informes, todo. Todo lo que señalaba vergonzantemente que yo era personal estable y no temporal, que lo había sido siempre, que merecía una considerable indemnización.

No es mi estilo la pelea. Siempre he preferido los argumentos hablados, la convicción, conciliar antes que enfrentar, calmar el ánimo antes que dar licencia al descontrol. En multitud de ocasiones he procurado evitar enfrentamientos que, ahora me doy cuenta, tal vez hubiera sido mejor provocar. También me ha dado siempre mucha vergüenza pedir favores y no menos reclamar derechos. Siempre. Esperaba que las cosas cayeran por su propio peso, que la verdad o la evidencia se impusiera por sí misma. Por eso si cabe me costaba más que cualquier otra cosa tomar la decisión de enfrentarme a ellos. Por eso y porque tenía un historial de falta de seguridad activa preocupante. Solo en los dos últimos años me había atrevido, siempre escudada en promesas de estabilidad, a molestar de vez en cuando a la cúpula rectora con mis demandas. Con mis caprichos. Con mi falsa ilusión de pertenecer a ese mundo también. Pero las últimas semanas fueron de guerra sorda, las peores. Fueron días amargos que espero no tener que recordar más que en esta entrada de blog y fueron días en los que yo me perdí a mí misma. Días para la desilusión extrema y la desconfianza personal, muy hirientes.

Y ellos, este bufete, conmigo entregada, sin ser yo misma, pero decidida, apoyada y leal por una vez a mi propia causa, me escribió para cerrar por fin la historia: solo podían pelear el último contrato. Obtendría, pleiteando por supuesto, una humillante antigüedad de dos años. La jurisprudencia al respecto no dejaba más margen. La legislación estaba de parte de los otros, aquellos que asesoran a mi institución-cultural-sin-ánimo-de-lucro y que son los mismos que les permiten con su consejo legal usar y tirar empleados con impunidad absoluta, sea cual sea su cualificación, experiencia, años de colaboración o implicación en los proyectos y recursos generados.

Ahora escribo con la rabia mitigada y la esperanza asesinada con el certero golpe de una ley. Esa que se hizo para evitar la precariedad laboral, esa misma.

lunes, 12 de enero de 2009

A mí, estar parada

me da vergüenza.

Sé que no debería torturarme con ello, pero es así. Me muero de vergüenza.

viernes, 9 de enero de 2009

Cola del INEM

Jueves, 8 de enero del 2009. Ocho y media de la mañana. Menos de cinco grados en la calle.
La cola ya está formada por unas cincuenta personas a mi llegada. Me coloco tras un par de caribeños ateridos, me apoyo en la jardinera y saco un libro, dispuesta a estrenar paciencia. Cuesta concentrarse tan pronto, de pie y con la extraña sensación de no estar en el lugar acostumbrado. Pero lo consigo. El problema viene para pasar las páginas con guantes y casi estoy por pedirle al caribeño menos tiritante que me ayude con ello, pero en vez de eso me los quito y paso página. Nunca hasta ahora había lamentado ser capaz de leer tan rápido. 
La cola es variopinta, sin claro predominio ni de sexo ni de edad, a partes iguales nacionales e inmigrantes. Ni unos ni otros parecen especialmente abatidos, lo cual contrasta claramente con la tesitura. Hay derecho a estar abatido. Hay derecho, desde luego en mi caso, a estar más que abatido, más de doce años en la misma empresa. Me pregunto qué historia tendrá que aportar cada demandante de empleo. A partir de que uno entra en la cola del INEM, deja de ser un parado y se convierte en un demandante de empleo. Demandamos empleo como quien sabe que necesita pasta de dientes o necesita tomates y coge un número y espera su turno. Deberían llamarlo así también en los medios: Se ha publicado la estadística de demanda de empleo en el último trimestre. Es mucho más fino, en vez de la estadística de parados. Los que demandamos empleo molestamos menos que los parados sin lugar a dudas.
Siguen incorporándose personas a la cola. Como es habitual, como Dios manda seguro, aparece un listo que se hace el tonto, que no se puede creer básicamente que la cola a veinte minutos de abrir la puerta sea ya tan larga, y se acerca a la puerta "a informarse". Por suerte o desgracia todos somos él y todos somos aquel otro que le para los pies y le devuelve a su turno cien personas atrás. Nos congratulamos, son esas pequeñas satisfacciones humanas que proporcionan las colas, incluso si uno no nota los dedos de los pies debido al frío.

Cuando abren por fin las puertas no hay ninguna expresión de alivio o de alegría. Es la primera vez que observo una reacción tal en una cola. Como si abrir las puertas diera paso a lo inevitable, a la constatación de un hecho que golpea la mente con contundencia de puñetazo: eres un parado y estás a punto de solicitar lastimosamente (porque no se puede reclamar ningún derecho así con la cabeza alta) que te sea concedida una ayuda económica para mantenerte.