La rabia me había hecho plantearme una demanda judicial contra la empresa que me había tenido más de doce años encadenando contratos de obra, con el pertinente período preciso en el paro, circunstancia que podría impedir en último término que se considerara un encadenamiento de contratos fraudulento. Había consultado a abogados de sindicatos, que eran escépticos al respecto. Sin embargo, no me había rendido.
Consulté a un bufete de abogados laboralistas de prestigio, que me dieron esperanzas, considerando mi absurdo caso, trece años y sin contratación en plantilla, más que defendible ante el juez. Bien, me dije, adelante. Es moralmente un deber para mí: luchar hasta el final. Se me presupuestó una cantidad posiblemente abusiva, pero en principio no me importó. Si ellos están seguros, si tienen capacidades y sobre todo, como era el caso, conocen al enemigo, todo esto no podía salir demasiado mal. Hablamos un par de veces, nos intercambiamos correos varios. Cada vez estaba más decidida y más segura. Casi ya lanzada, las últimas gestiones por mi parte fueron naturalmente, además de intentar ajustar el presupuesto, presentar al bufete un dossier de casi 100 páginas de pruebas, correos, informes, todo. Todo lo que señalaba vergonzantemente que yo era personal estable y no temporal, que lo había sido siempre, que merecía una considerable indemnización.
No es mi estilo la pelea. Siempre he preferido los argumentos hablados, la convicción, conciliar antes que enfrentar, calmar el ánimo antes que dar licencia al descontrol. En multitud de ocasiones he procurado evitar enfrentamientos que, ahora me doy cuenta, tal vez hubiera sido mejor provocar. También me ha dado siempre mucha vergüenza pedir favores y no menos reclamar derechos. Siempre. Esperaba que las cosas cayeran por su propio peso, que la verdad o la evidencia se impusiera por sí misma. Por eso si cabe me costaba más que cualquier otra cosa tomar la decisión de enfrentarme a ellos. Por eso y porque tenía un historial de falta de seguridad activa preocupante. Solo en los dos últimos años me había atrevido, siempre escudada en promesas de estabilidad, a molestar de vez en cuando a la cúpula rectora con mis demandas. Con mis caprichos. Con mi falsa ilusión de pertenecer a ese mundo también. Pero las últimas semanas fueron de guerra sorda, las peores. Fueron días amargos que espero no tener que recordar más que en esta entrada de blog y fueron días en los que yo me perdí a mí misma. Días para la desilusión extrema y la desconfianza personal, muy hirientes.
Y ellos, este bufete, conmigo entregada, sin ser yo misma, pero decidida, apoyada y leal por una vez a mi propia causa, me escribió para cerrar por fin la historia: solo podían pelear el último contrato. Obtendría, pleiteando por supuesto, una humillante antigüedad de dos años. La jurisprudencia al respecto no dejaba más margen. La legislación estaba de parte de los otros, aquellos que asesoran a mi institución-cultural-sin-ánimo-de-lucro y que son los mismos que les permiten con su consejo legal usar y tirar empleados con impunidad absoluta, sea cual sea su cualificación, experiencia, años de colaboración o implicación en los proyectos y recursos generados.
Ahora escribo con la rabia mitigada y la esperanza asesinada con el certero golpe de una ley. Esa que se hizo para evitar la precariedad laboral, esa misma.