Jueves, 8 de enero del 2009. Ocho y media de la mañana. Menos de cinco grados en la calle.
La cola ya está formada por unas cincuenta personas a mi llegada. Me coloco tras un par de caribeños ateridos, me apoyo en la jardinera y saco un libro, dispuesta a estrenar paciencia. Cuesta concentrarse tan pronto, de pie y con la extraña sensación de no estar en el lugar acostumbrado. Pero lo consigo. El problema viene para pasar las páginas con guantes y casi estoy por pedirle al caribeño menos tiritante que me ayude con ello, pero en vez de eso me los quito y paso página. Nunca hasta ahora había lamentado ser capaz de leer tan rápido.
La cola es variopinta, sin claro predominio ni de sexo ni de edad, a partes iguales nacionales e inmigrantes. Ni unos ni otros parecen especialmente abatidos, lo cual contrasta claramente con la tesitura. Hay derecho a estar abatido. Hay derecho, desde luego en mi caso, a estar más que abatido, más de doce años en la misma empresa. Me pregunto qué historia tendrá que aportar cada demandante de empleo. A partir de que uno entra en la cola del INEM, deja de ser un parado y se convierte en un demandante de empleo. Demandamos empleo como quien sabe que necesita pasta de dientes o necesita tomates y coge un número y espera su turno. Deberían llamarlo así también en los medios: Se ha publicado la estadística de demanda de empleo en el último trimestre. Es mucho más fino, en vez de la estadística de parados. Los que demandamos empleo molestamos menos que los parados sin lugar a dudas.
Siguen incorporándose personas a la cola. Como es habitual, como Dios manda seguro, aparece un listo que se hace el tonto, que no se puede creer básicamente que la cola a veinte minutos de abrir la puerta sea ya tan larga, y se acerca a la puerta "a informarse". Por suerte o desgracia todos somos él y todos somos aquel otro que le para los pies y le devuelve a su turno cien personas atrás. Nos congratulamos, son esas pequeñas satisfacciones humanas que proporcionan las colas, incluso si uno no nota los dedos de los pies debido al frío.
Cuando abren por fin las puertas no hay ninguna expresión de alivio o de alegría. Es la primera vez que observo una reacción tal en una cola. Como si abrir las puertas diera paso a lo inevitable, a la constatación de un hecho que golpea la mente con contundencia de puñetazo: eres un parado y estás a punto de solicitar lastimosamente (porque no se puede reclamar ningún derecho así con la cabeza alta) que te sea concedida una ayuda económica para mantenerte.
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