Inicio septiembre como lo inician muchos, con la desidia que supone la vuelta al trabajo y a la rutina, sin ninguna razón para ello pues ni ha cambiado sustancialmente mi rutina de agosto ni tampoco he vuelto al trabajo, entendiendo como tal solo el remunerado. Sin embargo soy adaptable y empática desde siempre, así que me sumo al sentir colectivo, a esa astenia/depre postvacacional que sufriréis la mayoría estándar, y nada mejor para celebrarlo que una amarga declaración de principios estilo rebajas de vuelta al cole, rebajas morales en este caso.
Quiero dejar constancia de una reflexión que se apodera de mí cada vez con más entusiasmo, sea la edad, sea el desencanto vital, sea mi adicción al pan integral wasa: los escrúpulos de conciencia son un signo de ingenuidad y necedad prescindibles. A nadie que sea completamente honrado y tenaz en mantener su ética laboral, profesional y social lo más pulcra posible le puede ir bien en este mundo. Ser íntegro y respetar todas las normas que velan por impedir el tráfico de favores, influencias y astucias es poco menos que necio, memo, sandio (gracias Word por los sinónimos). Quienes hicieron las normas y articulados legislando la prevaricación, entre otros, sabían perfectamente que las sacaban a la luz para que solo un sector de la sociedad, el débil, se las aplicara de antemano, sabiéndose así libres de aplicarlas para sí mismos. En cada escalón del poder de cada parcela profesional o meramente ocupativa de este país hay un repartidor de favores que conoce la verdad esencial: el ser humano necesita beneficiar a los suyos. Es casi una ley antropológica, de supervivencia.
Todos lo hacemos, desde niños. Desde cuando repartimos invitaciones de cumpleaños solo a nuestros amigos o bien al líder/lideresa de la clase hasta cuando regulamos el uso de la pelota, del saltador o de la nintendo, con más tiempo para quien mejor nos cae. Cuando nos enteramos de promociones, de posibles chollos, etcéteras económicos más o menos legales y corremos a avisar a la familia. No hay que engañarse: no son unas informaciones o favores más inocentes que otras, simplemente pertenecen a otra escala en la edad. Así, a partir de los treinta-cuarenta, quien más, quien menos tiene acceso a algún tipo de ventaja informativa o directamente adjudicadora de oportunidades varias, sea en el terreno laboral, artístico-concursal o vecinal. Ocurre que en esa década aproximada de la vida se puede haber accedido a un escalafón más influyente, donde el silencio y la complicidad operan como factores de perpetuación y control muy efectivos. Nadie que haya sido beneficiado se le ocurrirá confesarlo, pero sin duda guardará el favor y no tendrá escrúpulos en seguir beneficiando. Opera una suerte de selección subjetiva regida por las normas positivas en sentido justamente contrario: sáltese las directrices básicas en este caso, que ya habrá quien de todas maneras las siga y perpetúe. No nos debería extrañar ni escandalizar en absoluto: siempre que cínicamente seamos capaces de plantar cara de disimulo mientras apoyamos manifiestos anticorrupción varios.
Yo, por mi parte, estoy dispuesta a aprovechar cualquier circunstancia favorable que se me presente, con toda osadía y sinceridad queda aquí proclamado. ¿Por qué? Mira: porque yo lo valgo.
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