A veces, cuando el momento que me toca se me hace insufrible, adopto conmigo misma una actitud masoquista: me deleito en encontrar razones por las cuales el mundo tiene que evitarme y por lo tanto, yo estoy autorizada a corresponder de la misma manera. Busco entre mi odioso carácter, mi debilidad insensata, mi evidente idiotez o cualquier otra grata cualidad de aquellas que en esas ocasiones me poseen. Puedo ser el agente más duro contra mí misma, el peor de los críticos, el torturador más eficaz. Entonces me digo que tengo que estar sola, totalmente sola, agotadoramente sola e inaccesible. Dado que no quiero esconder ese carácter que creo haber ganado derecho a manifestar, dado que nadie tiene por qué aguantarlo de todos modos, el mejor estado que se me ocurre es la soledad reconcomida. Es como si tuviera que pasar esa penitencia sin ningún tipo de ayuda para sentirme más fuerte. Es como si me complaciera en demostrarme que soy insoportable y por lo tanto mi única garantía.
Yo sé perfectamente, racionalmente, de dónde vienen estos sentimientos y también a dónde pueden conducir. Los manejo de todas maneras sin prudencia alguna. Me cuesta inmensamente reconocer que necesito ayuda, mejor dicho, pedirla me cuesta dolor. Suelo, además, reaccionar mal contra quienes me la ofrecen, lo cual nuevamente me lleva a encerrarme en el mutismo cuando soy reconvenida. Es un estado que se realimenta de su propio malestar y rabia.
Cuando por fin, de una manera de la que tampoco soy muy consciente, me saco de ese estado, no puedo librarme fácilmente de una mezcla de dolor físico y vergüenza casi ajena, queriéndome alejar de la experiencia a zancadas, borrando los sentimientos asociales y los pensamientos destructivos. Tengo prisa por volver a ser de la manera que quiero ser y mostrar. Escondo mi reciente experiencia en los infiernos, huyo de sus manifiestos recientes y me la niego con fiereza.
Debería sin embargo aprender de ella. De esa lucha agotadora y agitadora tendría que sacar conclusiones, algún rédito útil. Por ejemplo, que somos nuestros peores enemigos, que merecemos muchas veces romper relaciones y poner fronteras a la parte inconsciente y tirana que nos rige sin permiso. Que la sensación de derrota es tan subjetiva como la de éxito. Y sobre todo, que el peor estado mental posible es el estado autoaislado.
Debería, digo.
Yo creo que deberías huir de ese encierro de uno en cárcel de una misma. Para masoquismo, ya están los de las procesiones, con un amor por el autofustigue de vergüenza ajena. No hay que caer en esa tendencia flageladora, pues, para eso ya están los católicos. Te invito, no obstante, a ver una de esas procesiones; saldrás reforzada, opino.
ResponderEliminarTienes razón, estimado Náugrafo. Ocurre sin embargo que yo necesito tales catarsis de cuando en cuando, precisamente para salir reforzada de ellas. Pertenece a mi carácter dual - una cruz como otra cualquiera.
ResponderEliminarProcesiones... acudiría a alguna por ser mera narradora crítica: me horrorizan.
Moriiiir Teneeeeeeeeeeemosss
ResponderEliminar-Ya lo sabemoooooooooos
Y comeremoooooooooos??
-Si podeeeemossssssss!
Repetir durante una noche en ayunas a todas las horas en punto hasta los maitines, paseando por la casa campana y farol en mano (no menos de 6 campanazos por sesion)y tratando que los habitantes de la casa colaboren en el miserere. Al dia siguiente te largas un chuleton con queso de Churra autentica bien curado de postre y verás como se te pasan las pesadumbres...palabra de catolico!!
A mandar
CARPANTA
Señor, Carpanta, me has dado hambre y ganas de salir en procesión. La SS ha pasado ya, tsk!
ResponderEliminarGracias A, has convencido a mi superyo para que siga dejando salir a mi ello para que pueda destruir así, sólo un poco y de vez en cuando.
ResponderEliminarDe la metamorfosis sale siempre la mariposa, o al menos eso esperas!!
Creo que debo seguir aceptando que me cura regodearme algo en el sufrimiento y flagelarme con el pensamiento autodestructivo; sales victorioso siempre.
Usemos pues la mesura..