Hace unos años, incluso hace casi dos décadas, cuando internet no era ni mucho menos tan accesible como lo es ahora, decidí adquirir una enciclopedia. Tanto a mi familia como a mí nos fue útil una temporada, todo hay que decirlo, y por supuesto nos solucionó dudas e incluso hizo ganar alguna apuesta. La compré a plazos, que es una práctica que sospecho antes estaba más extendida y que seguro lo volverá a estar. Así que más o menos cada medio año, al renovar los recibos, era visitada por los alegres vendedores de la editorial que me ofrecían apéndices y más apéndices, que pronto pasaron a ser otras enciclopedias, colecciones, dvds multimedia, disneys variados, érase una vez todo, etc. Yo cometí el error de principiante de dejarles visitar mi casa (ojo, mi antigua casa) y hacerme con un par de apéndices, hasta que internet se abrió camino arrasando. Desde entonces, los agentes comerciales no han dejado de llamarme como amigos de toda la vida que quieren ser, de aquellos cuya llamada nos alegra el día, siempre para ofrecerme más y mejores ofertas informativas. Su tono es invariablemente el de "¡Hombreeee! ¡Qué alegría encontrarte en casa!", como ese colega que se fue a vivir a Bruselas y de repente se casa y quiere invitarte a la boda. Tras preguntar cómo te va la vida etc., te comunican que se van a pasar por tu casa (no importa las veces que hayas cambiado de domicilio, ellos lo conocen), que les pilla de camino, para enseñarte una cosita nueva que tienen en interesantísima promoción. Como no andes espabilado, se te plantan con portatil y dvd a la hora de comer, o a cualquier otra inoportuna, pues sé de buena tinta que ellos marcan esas horas-pico en sus agendas particulares como especialmente bajas en la capacidad de reacción de los (ex)clientes. Para ellos, si tú compraste una vez, tú eres del clan comprador, de la gran familia consumidora de *sus* productos multimedia, productos fácilmente adquiribles en cualquier gran superficie de todos modos y por supuesto, ahora más desfasados que nunca gracias a la red. Da igual. No aceptarán nunca este desfase y mucho menos dejarán así como así que un miembro de la familia les traicione.
Ya lo siento, pero tengo a estas alturas una cierta capacidad de lidiar con agentes telefónicos y vendedores domiciliares indeseados, así que bueno, aquí les dejo simplemente el diálogo que hemos mantenido esta vez el vendedor de Planeta y yo.
- ¿Puedo hablar con doña (yo con mis nombres y apellidos completos)?
- Sí, soy yo misma.
- ¡Buenas tardes, (yo con mi nombre más habitual y sin apellidos y sin doña ya)!
- Buenas tardes.
- Soy Alejandro Cueto (muy jovial él)
- Ajá.
- ¿Y no sabes quién soy?
- Pues... así de repente...
- ¿No te dice nada mi nombre?
- Pues... (yo ya buscando amigos en el extranjero, viejos compañeros de universidad, ¿¿ofertas de trabajo??)
- Soy de una editorial...
Que yo sepa, hace tiempo pedí trabajo en una editorial, fue hace mucho pero aún así se me pone un tono cordial y amable e incluso sonriente.
- Ah, dígame, sí.
- Soy de la editorial Planeta.
Puff. Ya me lo estoy oliendo.
- Ahh, de acuerdo.
- ¿No me recuerdas aún?
Iba a decirle: Hostia, sí, el vendedor más plasta de Madrid. En lugar de eso respondo
- Vagamente, sí...
- Pues verás, te vendimos un producto, una enciclopedia, hace tiempo, ¿la Larousse, era? (como si no lo tuviera ahí delante marcado en rojo)
- Sí, hace muucho.
- Ah, ¿y no adquiriste nada más? (sus clientes nunca compran. Adquieren, que es más fino)
- Pues no, nunca más, nada.
- Verás, yo te iba a comentar si me pasaba un momento por tu casa para enseñarte un producto nuevo que tenemos en promoción..
- ¿Y viene con regalo?
- Sí, viene con un regalo que consiste en...
- (Le corto) ¿Y no te parece poco serio que para poder vender algo tengáis que regalar otra cosa?
- Mujer, no es eso. Esto es una promoción interesantísima. Te la enseño y...
- No, gracias, no insistas. No te voy a comprar nada, de verdad.
- ¡Pero no la compres! Yo solo quiero enseñártela y hacerte un regalo.
Su madre, el tío. Aquí por fuerza tiene que hacerse clientela entre la gente ociosa. Pero ha dado en hueso.
- Verás, ¿Alejandro Cueto eras?
- Alejandro para ti, sí.
- Verás, Alejandro, es que yo no me fío de cualquier cosa que para venderse tenga que venir con otra de regalo. Eso, una.
- ¡Si el regalo te va a encantarrr! ¡Y a tus hijos!
Eso es otra característica de ellos. Te tienen investigada a la familia. Me pregunto si me van a sacar pronto productos específicos para preadolescentes.
- Y dos: hace más de quince años que no os compro nada, ni lo voy a volver a hacer, y lo sabéis. ¿Por qué insistes, Alejandro Cueto?
- Mujerrr... si es solo solo que te lo enseñe. ¿Es que no quieres ni saber de qué se trata? (Se masca el reproche, casi huelo el puchero)
- Pues mira, no, de verdad.
- ¡No me digas que eres una persona poco informada y que no controla las últimas tecnologías en educación y formación! Verás, esto es...
Ahí me he hartado, quiero colgarle, pero mi educación de cole de monjas me traiciona.
- No insistas más, no voy a comprar nada de nada, créeme. (Sueno convincente e inamovible)
- ¿Segurísima?
- Tan segura como de que se me está quemando el arroz. (¡¡Errorrrr!!)
- Bueno, mujer, si es por eso paso más tarde.
- No.
- ¿Ni enseñártelo?
Joder con los vendedores de Planeta. No me extraña que el premio literario mejor dotado de este país lo entreguen ellos.
- Adiosmuchasgraciasbuenastardes.
- Adioosss...
Ya digo, el mismito tono que ponen los amigos cuando se despiden de esa conversación larga que ni tú ni ellos queréis que acabe.