jueves, 5 de febrero de 2009

Insomnio

Hubo una época en la que fui muy dormilona. Una época larga incluso, digamos que toda mi adolescencia y también durante la carrera. Era famosa entre mis amigas porque si quedaba con ellas por ejemplo en vacaciones, no aceptaba ningún plan antes de las once o doce de la mañana. Madrugar me suponía más que un esfuerzo físico, no dormir todo lo que pedía mi cuerpo me era directamente doloroso.
Con la llegada de los niños las horas de sueño mermaron drásticamente. Cuando se vigila el sueño de los hijos y sus necesidades pasan a ser las tuyas, no es posible  elegir cuándo ni cuánto dormir. Y el cuerpo, maquinaria adaptable donde las haya, se ajusta con más o menos malhumor y/o agotamiento a las nuevas reglas caprichosas. Recuerdo que el proceso me costó algún que otro episodio depresivo, alguno que otro nervioso, a veces ambos a la vez. Miente quien sea madre y no haya tenido experiencias de ese estilo, en las que cuesta, sobre todo, asumir con entereza y sin desquicie las famosas nuevas reglas. Una vez logrado, una vez interiorizado, dormir de nuevo ya no es cosa ni de proponérselo: la mayoría de las veces basta sintonizar una teleserie.
Todo esto viene a cuento solo de una cosa. Me he ido observando a lo largo de varios años ya, y de ser la marmota impenitente que deshacía planes y solía llegar tarde a primera hora he pasado a necesitar menos de seis horas de sueño cada noche. Si esto lo hubiera leído a mis veinte años me hubiera dado la risa (y a mi familia, y a mis amigos...), pero es un hecho contrastado. Hubo una transición, aproximadamente diez años, los niños aún pequeños, en los que mi ritmo era fijo once de la noche-siete de la mañana. A fuerza de costumbre de despertador y de agotamiento vespertino,  ese era mi reloj vital, sin grandes variaciones. Daba igual laborable o fin de semana. Aquella dosis de sueño formaba parte de mi rutina.
En los dos últimos años había ya comprobado que ni me quedaba inconsciente a las once ni me costaba levantarme a las siete. Podía quedarme trasnochando sin gran desequilibrio al día siguiente, siempre que pudiera recuperar después (¿se recupera el sueño? esto va a ser una farsa que nos han vendido). Pues bien. Ahora que no he de cumplir ningún horario y además dispongo de días en los que tampoco tengo que despertar a los niños y llevarlos al colegio, ni siquiera encuentro la hora para irme a la cama. He descubierto los programas más cañeros en la televisión y los cuelgues más gordos en internet. Puedo quedarme tranquilamente escribiendo, viendo debates culturales en la tele -la cultura es por supuesto para los noctámbulos- o simplemente pensando, hasta bien entrada la madrugada. Y aún así cuando despierto, para horror de mi pareja, dormida al lado, lo hago completamente despejada, lista para dar una conferencia si hace falta o discutir con la encargada del super si se tercia. Lo que sea: puedo cantar, bailar, contar con detalle y en voz alta mi último sueño, sin problema. Como si no me hubiera acostado.
No tengo ni idea de dónde se ha ido mi necesidad de dormir, si se lo pregunto a mis neuronas se hacen las suecas. Tal vez debería preocuparme, pero siendo realistas, la verdad es que no le veo más que ventajas. 

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