Los sábados por la mañana Marta se cabreaba. Lo hacía minuciosamente, con una técnica pulida y ordenada, repasando razones, caras y escozores laborales y familiares recientes. Los rumiaba mientras alisaba las sábanas, los dotaba de entidad poniendo la cafetera italiana al fuego y para cuando se metía en la ducha ya le ardían los ojos de rabia. Con el agua dejaba fluir listas de insultos y planes de venganza mientras se frotaba la piel con jabón hipoalergénico, de avena. Alcanzando la toalla con la que secaba su melena lacia veía algo amainada su energía y aumentadas sus causas irresueltas. El cabreo le solía durar entre las cejas hasta la hora de la siesta, a veces, inclusive.
Aquel sábado se quedó mirando fijamente la marca de salvaslips que usaba. De repente tuvo constancia de que lo que ella de verdad quería en la vida era ser mecánico, como su padre. "Anda: eso", se dijo.
Lo primero que hizo fue trasladar el cabreo del sábado al lunes a mediodía. Luego pidió cita para teñirse.
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